“Rafael – me he dicho muy serio – no seas memo. ¿Qué demonios vas a contar tú como individuo? Nunca has salvado a un náufrago, nunca has matado a una mosca, nunca has hecho nada brillante ni extraordinario… Tu vida es una vida ni fu ni fa, igual a la de tantos y tantos señores particulares que, ahí los tienes, no dicen ni esta existencia es mía…”
Rafael Azcona
Mi vidorra de escritor (Autobiografía pequeñita)
Prólogo a Cuando el toro se llama Felipe
El primer libro sobre Azcona, Atrapados por la vida, aparece en 1987, por obra y gracia de la semana de cine de Valladolid y Juan Carlos Frugone, crítico y estudioso bonaerense. Está a punto de estrenarse la que, aunque todavía no se sabe, quedará como última colaboración con Berlanga, Moros y cristianos, película infravalorada donde las haya. Azcona no concede entrevistas pero, como señala Frugone, no tiene inconveniente en obsequiarle con la riqueza irreproducible de un sinnúmero de horas de su charla.
Tras dar cuenta de la atinada inspiración kafkiana del título de la monografía (es conocida la pasión que Azcona sentía por el escribiente de Praga, al que consideraba un humorista harto más luminoso que ese muso de suicidas fabricado por Max Brod), Frugone rescata la “autobiografía pequeñita” con que Azcona prologó su primer libro. Es probablemente el texto más largo que escribió sobre sí mismo, un pecado de juventud del que tuvo contadas ocasiones para arrepentirse: ya en sus líneas se disculpaba por perpetrarlo aunque, astucia de fugitivo vocacional, responsabilizando al editor. A continuación, el autor dedica un capítulo a cada uno de los colaboradores azconianos más asiduos (Berlanga, Ferreri y Saura) y concluye con una filmografía completa (hasta 1987, como es lógico).
Rafael Azcona, con perdón (1997) es una obra de amor compilada por Luis Alberto Cabezón. Es, además, prácticamente un arma de defensa personal: un alto y grueso volumen de quinientas setenta páginas con el que puede uno desnucar cómodamente a esa anciana consorte que no se decide a morirse y dejarnos su piso en herencia. En sus páginas cabe prácticamente todo pero con escaso orden y concierto: testimonios de gente como López Vázquez, Umbral, Gonzalo Suárez, David Trueba o Juan Antonio Bardem; una muy jugosa entrevista con Berlanga diez años después del divorcio del guionista que escribió sus mejores películas; estudios variopintos, alguno de ellos tan notable como la Teoría y práctica de la descojonación de Bernardo Sánchez; cuentos relacionados con el mundo y el entorno azconiano (¡atención a La espada encendida, de Ignacio Aldecoa!), y un manojo de relatos del propio Azcona, incluyendo (¡cómo no!) la “Autobiografía pequeñita” que diríase anduvo persiguiendo al logroñés hasta el fin de sus días. Lástima que sea preciso peregrinar por todas las librerías de viejo de España para dar con él. Por si las moscas, me tomo la libertad de recordar al respetable que internet no sólo se inventó para mirar en el YouTube cómo lloriquea borrachuzo todo un David Hasselhoff.
También obra de amor, aunque de enfoque muy distinto, La tauromaquia según Rafael Azcona (2006) contiene básicamente lo que su título promete. Su autor, Pedro María Azofra, crítico taurino, desmenuza toda la obra de Azcona, tanto su prosa como sus guiones, en busca de episodios en los que haga acto de presencia un toro o cualquier cosa que se le parezca. Por supuesto, el repertorio no empieza ni termina con La vaquilla: desde aquel temprano Cuando el toro se llama Felipe, de confesa inspiración autobiográfica, hasta el policía que pontifica sobre artes de torero en el cuartelillo de Siempre hay un camino a la derecha, la afición de Azcona por los toros asomó la cabeza en casi todo lo que escribió. Por motivos evidentes, se hará indigesto a muchos lectores, pero incluso para quien sienta la más apasionada indiferencia por la tauromaquia puede valer la pena desenterrar las perlas azconianas que abundan en sus páginas. Por no hablar de las numerosas fotografías de un Azcona mozalbete pavoneándose en el ruedo.
Rafael Azcona: hablar el guión (2006) es la prueba inapelable de cuantísimo sabe Bernardo Sánchez sobre el señor que fue objeto de su estudio y, hasta nuevo aviso, la obra definitiva sobre el susodicho. Lo cual es una suerte porque se puede encontrar en casi cualquier librería bien surtida. La revista a hechos y obras es tan minuciosa que incluso están las novelas de Jack O’Relly (queden sus títulos para la posteridad: Amor, sangre y dólares, Siempre amanece, Quinta avenida, La hora del corazón y La vida espera). Y el análisis tiene poco que ver con la acostumbrada exhibición de autoindulgencia masturbatoria de enconado postestructuralismo baudrillardiano afecto a la jerga críptica del que esta misma frase es buen ejemplo; es decir, que tiene sentido, está puñeteramente bien escrito y se aprende mucho. Lo mejor que puede hacerse, si no tiene uno libro o película de Azcona que echarse a la boca, es leer a Bernardo Sánchez escribiendo sobre Azcona. ¿Queda claro cuán recomendadísimo está o es preciso que me presente en las casas de todos y cada uno de ustedes a zarandearles por las solapas de las camisas, oigan?
(El sábado que viene metemos mano a algunos inéditos y publicaciones póstumas y ya dejamos en paz a Azcona, que se lo ha ganado el hombre…)
Ser anónimo y conocido, es difícil.
Solo , a mi juicio, se logra cuando, siendo autor
desprendes tu nombre de la obra que has hecho,
y la obra te reclama como padre.
Y eso a pesar de haberse dedicado toda la vida a renegar de su paternidad como un Cordobés cualquiera.
“I haven’t seen you in these parts,” the barkeep said, sidling over and above to where I sat. “Name’s Bao.” He stated it exuberantly, as if low-down of his exploits were shared by means of settlers about many a ‚lan in Aeternum.
He waved to a expressionless hogshead beside us, and I returned his gesture with a nod. He filled a telescope and slid it to me across the stained red wood of the bench before continuing.
“As a betting houseman, I’d be delighted to wager a fair portion of silver you’re in Ebonscale Reach for more than the swig and sights,” he said, eyes glancing from the sword sheathed on my in to the salaam slung across my back.
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