“El editor – que es ese señor que de vez en cuando nos da a los literatos una peseta o, si bien se mira, dos – me ha ordenado que escriba mi autobiografía para colocarla delante de la novela que usted va a tener el gusto de leer… si no se lo piensa mejor y se marcha por ahí a tomar gambas a la plancha, que es lo bueno”.
Rafael Azcona, Mi vidorra como escritor (Prólogo a Cuando el toro se llama Felipe)
“Como había que vivir se escribía. Como hice otras cosas. Además, me permití la petulancia de comenzarlo con mi biografía, como si yo fuera algo”.
Rafael Azcona, en La tauromaquia según Rafael Azcona, de Pedro María Azofra
Cuando Ediciones Arión publica Pobre, paralítico y muerto (1960) ya se anuncia el estreno inminente de El cochecito, basada en la segunda de las novelas cortas que comprenden el volumen. El humor codorniciesco, amable y surrealista, se repliega y deja lugar a las regiones más negruzcas del absurdo cotidiano. Estos son los penitentes en la procesión de miserias: el pobre Venancio, gloria local cuando vende el gordo, aupado a hombros por las autoridades del pueblo hasta que se descubre que ha repartido muchas más participaciones de las que debía; el anciano don Anselmo, empeñado en conseguir a toda costa un cochecito automotor como sus amigos minusválidos; y el médico don Joaquín, llamado en mitad de una noche tormentosa para atender a un sacerdote que termina cadáver, deambulando bajo la lluvia con un taxista como escudero, en busca de alguien que quiera hacerse cargo de su rígido acompañante.
En este libro la prosa de Azcona es directa, escueta, ajena a los juegos formales y las cabriolas metalingüísticas tan propias de la escuela de La Codorniz. Es fácil caer en la tentación de presumir que su reciente experiencia como guionista cinematográfico influye en el estilo y la estructura de Pobre, paralítico y muerto (si se compara, por ejemplo, con la anterior Los ilusos, harto más dispersa). Sea cual sea la gallina, y sea cual sea el huevo, lo cierto es que el humor, de un costumbrismo áspero, proviene antes de situaciones y diálogos que de los recursos habituales del articulismo jocoso del que provenía su autor. No es sorprendente que, de toda su obra como narrador, fueran El pisito y Paralítico las únicas adaptadas al cine. Tanto Ferreri como Berlanga se prendaron de Los muertos no se tocan, nene, pero faltaba ese objetivo (un piso, un coche de minusválido) que siempre tienen que perseguir los héroes de las películas según los autores de manuales para aspirantes a guionista.
De nuevo, el editor benevolente que ceda al capricho de reeditarla correrá riesgo de excomunión (y manteamiento y escarnio en la plaza mayor, quien sabe si lapidación o caída libre desde un campanario, convenientemente amarrado a una cabra) si prescinde de las ilustraciones de Lorenzo Goñi.
A petición del responsable de la Enciclopedia Pulga, Azcona compila Memorias de un señor bajito (1960), enhebrando artículos de su haber codorniciesco con una tenue excusa argumental. El libro se enmarca en una honorable tradición del humor español del siglo XX, el refrito presuntamente memorialístico que había contado con practicantes tan insignes como Miguel Mihura (Mis memorias) o Tono (Memorias de mí, también conocido como ¡Viva yo!). En él encontramos a un discípulo aventajado de los maestros, que domina con soltura los resortes característicos del semanario y se mueve con gracejo por un universo de surrealismo lúdico no exento de sombras. Véanse las lecciones por correspondencia que imparte el susodicho señor bajito, quien recomienda un método infalible para hacer salir cualquier cuerpo extraño que haya podido meterse en el ojo de un niño: dar un golpe seco en la nuca de la criatura para que el impacto expulse los globos oculares y con ellos, el objeto molesto. Con todo, hay que tener en cuenta que el padre de La Codorniz también incurría de vez en cuando en el humor salvaje, como en aquel relato crudelísimo sobre el fotógrafo especializado en niños muertos.
En 2007 la editorial logroñesa Pepitas de Calabaza rescató Memorias de un señor bajito. Fue el último libro corregido y ampliado por Azcona y, como de costumbre, introdujo modificaciones sustantivas con respecto a la primera publicación. (Nota: no, por lo visto, y para alegría de sus forofos, no fue el último libro corregido y aumentado, como avisa Enrique Bonet en los comentarios a esta entrada).
Después de Los europeos (1960), tercer lanzamiento en un año especialmente prolífico, Azcona el novelista se sumergió en un prolongado silencio. De hecho, dejando a un lado revisiones y reescrituras de trabajos anteriores (como la propia Los europeos), no volvió a publicar más novelas. Quizá ésta no tuvo el recibimiento que su autor esperaba. O tal vez los menesteres de guionista no le dejaron tiempo ya para veleidades literarias de menor compensación material. Está fuera de duda que en su día, aunque luego se dijera rescatado por el cine del destino de escritor mediocre, quiso publicar esta novela. Tanto es así que se las apañó para editarla en París (bajo la rúbrica Libraire des Éditions Espagnoles), aunque en castellano, para sortear la censura española que no habría transigido con la relativa franqueza sexual de su argumento y la sordidez en que desemboca la trama. En cierto sentido, Los europeos, con ese título que suena a película del tándem Pajares-Esteso, representa el lado oscuro de todas aquellas comedietas sobre la caza y captura de la turista nórdica. Azcona presenta a una pareja de amigos veraneantes en Ibiza: por un lado Antonio, ávido de juerga nocturna y cachondeo despendolado, ansioso por vivir aventuras estrictamente eróticas sin implicación sentimental. Por otro, Miguel, escéptico en la superficie e idealista en el fondo. Aquí Azcona rebasa con creces la misantropía y el desengaño barojiano: si don Pío solía reservarse en cada novela un alter ego que terminaba representando la rectitud moral en un mundo dominado por los corruptos y los envidiosos, el que fuera su lector fervoroso se siente aún menos esperanzado con respecto al género humano. Miguel se prenda de Odette, una francesa que responde a todas sus expectativas románticas, y el desarrollo de tan prometedora relación conduce a uno de los finales más tristes e implacables que escribió Azcona.
Los europeos era sorprendentemente cruda en su primera versión, pero aún así su autor quiso retocarla en 2006 y la volvió a publicar en Tusquets. Quien quiera hacerse una idea de las cimas literarias que podía alcanzar el presunto escritor frustrado debe leerla.
Otra vuelta en el cochecito (1991) revisita la película treinta años después, por iniciativa del destacado azconófilo Bernardo Sánchez (con quien volveremos a encontrarnos en el artículo de la semana que viene). Para la ocasión, Azcona aporta un prólogo sobre la “pequeña historia de El Cochecito” y, fiel a su costumbre, reescribe el guión literario de la película, introduciendo todos los cambios derivados de su peculiar rodaje a la usanza neorrealista. La segunda mitad del libro es una completa recopilación (a cargo de Bernardo Sánchez) de documentos relacionados con la producción: entrevistas de la época, fragmentos de Paralítico y del guión de rodaje, un álbum de fotos…
Estrafalario/1 (1999) recogía, bajo un título tirando a inexplicable (¿Estrafalario? ¿Por qué?), Los muertos no se tocan, nene, El pisito y El cochecito (es decir, Paralítico), corregidas para la ocasión. Se prometía un segundo volumen que jamás llegó a aparecer y en el prólogo, Josefina R. Aldecoa, vieja amiga de Azcona, se dedicaba a poner los dientes largos al lector cantando las alabanzas de Los europeos, una novela que evidentemente no se incluía en el primer volumen, y ya metida en harina tenía el detalle de destripar el final. A falta de la reedición que tardaría siete años en llegar (y de empeño por rastrear la edición original en librerías de viejo), tal vez mejor eso que nada.
Memorias de sobremesa (1998) no es una novela. Pertenece a un género mucho más inquietante, el de los libros de conversaciones en los que escritores y otros mesías culturales se hacen la corte entre sí, ajenos al pudor. Por fortuna, el libro fracasa casi por completo en ceñirse a las normas de dicho género, y por eso mismo es una delicia de principio a fin. Rafael Azcona, Manuel Vicent y Ángel Harguindey departen relajadamente sobre humor, literatura, política, sentimientos, cine y hasta toros (esto último no es de extrañar conociendo la temprana vocación taurina de Azcona). El tomo se presenta como “un manifiesto contra la pedantería” (se supone que, por pura coherencia, uno de entre tantos posibles) y consigue serlo pese al aparente narcisismo de su planteamiento: la conversación fluye con desenfado, humor y anécdotas impagables, y pocas veces se estanca en la alocución pontificia. Cierto, hay que quererse al menos un poquito para suponer que al mundo le importa lo que uno pueda hablar mientras come con los amigos. Pero no mucho más de lo que hay que quererse para suponer que habrá lectores para las novelas que uno escribe. En esas contradicciones sigue habitando un Rafael Azcona al que, precisamente porque evitó por todos los medios convertirse en personaje público, recordamos vivo y humano, nunca como reliquia incorrupta para necrófilos. Él, que tanto practicó el humor negro, y que con tanto entusiasmo negó haberlo hecho.
(El sábado que viene toca inventario de libros sobre Azcona, que también haylos. Incluso, rasgo meritorio, anteriores a su muerte).
¡Parece que te hayan escuchado, Álex! Se reedita “Los ilusos”…y afortunadamente, como tú pedías, con los dibujos originales de Mingote. Y por lo que leo en El País no se trata de una mera reedición, sino de una verdadera reescritura que el propio Azona acometió concienzudamente y a la que se entregó hasta poco antes de irse pal otro barrio. Aquí teneis el enlace:
http://www.elpais.com/articulo/cultura/testamento/literario/Rafael/Azcona/elpepucul/20080411elpepicul_1/Tes
Alex, dejas a los mortales azconizados.
vaya nivelazo.
Qué fantástica noticia, Enrique. Hay que subrayar (en efecto, lo dejan bien claro en el artículo de “El País”) que las reescrituras de Azcona son genuinas reescrituras, no leves correcciones superficiales; era un vicio que tenía el hombre, incapaz de dejar de revisarse a sí mismo en cuanto surgía ocasión. Un regreso a “Los ilusos” cincuenta años después… ¿quién tiene ganas de perder el tiempo leyendo premios planetas?
Gracias, Andrés. Con suerte, a algún navegante irreverendo le habrá picado la curiosidad y se convertirá, automáticamente y en cuanto cate su prosa, en ávido lector de las novelas de Azcona. (Respecto a las mejores películas que escribió, ya sabemos que es biológicamente imposible ser humano y no amarlas con locura).
Muchas gracias por las dos entregas sobre el creador Azcona.
Es un placer.
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