Una ilusión

- La juventud es un estado mental – le dije mientras ella rasgaba el envoltorio de mi regalo -. ¿Acaso te han abandonado los sueños? Nunca dejaste de ser una niña… ríe, canta… ¡juega!

Me miró un instante con aquellos ojos hinchados por el llanto. Supe reconocer el brillo fugaz, tímido incluso, de la ilusión. Se sentía vieja y acabada, de acuerdo. Había pasado una mala racha, sí. Pero saldría de ella con mi ayuda.

Cuando hubo terminado de desplegar el envoltorio estrujó el regalo con sus manos huesudas.

- Pero si es… – tartamudeó -… ¿dónde la has encontrado? ¿Cómo?

- ¿Acaso importa? La pregunta del millón es: ¿sigue viva la niña que jugaba con ella hace cuarenta años? Te regalo una ilusión… ¿hay espacio en tu corazón para ella?

Se puso en pie, entró en el dormitorio y cerró la puerta tras de sí para que no la viera llorar de alegría. En poco más de un minuto terminaron los sollozos. E inmediatamente después, se empezó a oír la cadencia de la comba golpeando el suelo.

La niña había ganado. A pesar de la larga convalecencia, de los rigores del tratamiento, del embarazo truncado, la niña había tomado el control de su cuerpo de cuarenta y seis años y estaba allí, en nuestro dormitorio, saltando con su vieja comba arrancada a las arañas y a los hongos.

Todo esto pensaba yo cuando abrí la puerta y vi la comba, unciendo su cuello partido a la viga del techo, y la lengua ennegrecida, chorreando espuma en copiosos goterones que repicaban rítmicamente contra el suelo, bajo dos piernas varicosas que parecían levitar en el país de las ilusiones.