“Parece como si la tragedia o el drama fueran la verdad de la vida y la comedia o la farsa lo inventado. Yo me resisto a admitirlo. Creo que desde el punto de vista literario, uno tiene que manipular la realidad para hacerla rotundamente trágica o dramática”.
Rafael Azcona, en Memorias de sobremesa
Para esquivar los reproches de los críticos que le exigían coherencia, Michel Foucault hizo notar en un pasaje célebre de su Arqueología del saber que algunos “escribimos para perder el rostro”. Y clamaba: “Que nos dejen en paz a la hora de escribir”. Tal vez Azcona hubiera suscrito esa protesta.
Sólo en sus últimos años de vida consintió en dejarse entrevistar con cierta frecuencia. Casi tan huidizo como otro guionista legendario, el agorafóbico Gérard Brach, parecía disfrutar desconcertando a sus interlocutores. Lo mismo se declaraba novelista frustrado que decía sentirse contentísimo de cambiar la prosa por el guión porque así se ahorraba tener que escribir párrafos como éste: “La luna se elevó límpida, incandescente, sobre las copas de los pinos silenciosos que se estremecían soñando con los pecados de los hombres, en particular con los de Jerónimo de la Morena, ortodoncista de profesión”. Bastaba con un “Anochece”.
Pudo compartir con directores, coguionistas y actores varios la responsabilidad de las historias que urdió para el cine; al cabo, los diálogos de sus célebres películas berlanguianas seguían mutando hasta en la fase de postproducción, cuando se ajustaba el doblaje de aquellos alambicados planos secuencia y las ocurrencias geniales de último minuto remataban la faena. Pero también sus novelas aparecen ante el lector en estado de flujo, mutantes y proteicas, reescritas y retocadas sin compasión por un autor eternamente insatisfecho: ha tenido que venir la muerte, como siempre, a congelarlas en su última encarnación.
En 1951 desembarca en Madrid un poeta bisoño (y lo que es peor, de Logroño), enamorado de Pío Baroja y empleado como escribiente en una carbonería. Al tiempo deja el trabajo y se tira de cabeza a la bohemia: es la época que describe en Los ilusos (1958), una de las novelas pendientes de reedición (teóricamente se habría incluido en el segundo volumen nunca publicado de la compilación Estrafalario). Frecuenta el café Varela, donde se da cobijo a los poetas aunque se abstengan de consumir (incluso, merced insólita, se les agasaja con vasos de agua), y se celebran veladas literarias. Concluye que poco de nuevo queda por rimar: se dedica a la escritura mercenaria de novelitas románticas y del oeste, con el seudónimo Jack O’Relly, alquilando una máquina de escribir con otros destajistas de la letra; hilvana tópicos sobre un tema que dice ignorar por completo, la decoración, en la revista Arte y Hogar; y por mediación de Mingote accede a La Codorniz.
En 1955 publica Vida del repelente niño Vicente, autobiografía apócrifa del infante en cuestión, que la desautoriza en un prólogo memorable (en el que, además, tiene el detalle de recordar al autor que “huevo” se escribe con “h”). Si los chistes del niño Vicente se basaban fundamentalmente en la parodia de una cierta modalidad de discurso, la novela permite que Azcona se explaye en la verborrea caricaturesca mucho más allá de los límites que lógicamente le imponía el humor gráfico. El de la novela es un Vicente desatado, sin adulterar: de cada episodio extrae una lección ejemplar, cada peripecia vital formula una moraleja. Con maliciosa ingenuidad de humorista, Azcona destila al niño modelo del franquismo y, sorpresa, resulta ser un monstruo.
Hay diversas ediciones: la de 1955, en la colección El Club de la Sonrisa; otra de 1984, en El Mascarón; y por fin, la de 2005, en Aguilar, convenientemente remozada por su autor, con un añadido impagable en el frontspicio: una foto del niño Rafael, en pantalón corto y con un libro abierto en las manos. Conviene recordar también la serialización en el difunto semanario El virus mutante, con ilustraciones de Andrés Soria.
Quisiera poder escribir sobre la que, al margen de fechas de edición, fue su primera novela, Cuando el toro se llama Felipe (1956), pero hasta ahora no ha habido forma de echarle el guante. El propio Azcona dijo en alguna ocasión que no se reeditaría y que se alegraba de ello. Dadas las circunstancias, poco alcanzo a comentar más allá de lo codorniciesco del título. Para quien prefiera píldoras sintéticas readersdigestivas a la lectura de una novela hecha y derecha, y a falta de ediciones asequibles de la novela en cuestión, Juan A. Ríos Carratalá resume sucintamente la trama y algunos de sus rasgos más salientes en la introducción a la edición de Cátedra de El pisito.
Los muertos no se tocan, nene (1956) fue la novela que llamó la atención de Marco Ferreri y, por tanto, significó la entrada de Azcona en el cine (lo cual, según decía el interesado, le salvó de convertirse en novelista mediocre). Tan coral como las películas berlanguianas por las que más se recuerda al escritor, el libro documenta el despliegue de rituales absurdos y sentimientos disecados que provoca una muerte en la familia. Hay veneno para todos, pero retrata con particular saña al adolescente con ínfulas de poeta, tan narcisista como sentencioso, que se da al verso grandilocuente a la menor provocación. Como de costumbre, Azcona se entretiene desguazando meticulosamente esperanzas y sueños, nobles e innobles por igual, sin salvar los de su propia juventud.
Se reeditó en el primer (y único) volumen de Estrafalario, de Alfaguara, y después como libro independiente en Suma de Letras.
El pisito. Novela de amor e inquilinato (1957) fue producto, en su primera versión, de dos meses (febrero y marzo de 1957) de escritura furiosa en Almuñécar. En junio salió a la calle en la colección El Club de la Sonrisa. La tirada original se agotó en poco tiempo y dio lugar a una segunda edición. Pese al éxito, Azcona decía avergonzarse de la novela: cuando la revisó para incluirla en Estrafalario la rescribió casi por completo, inspirándose más en la adaptación cinematográfica que hizo con Ferreri que en su propia obra original. Es la misma versión que figura en la muy recomendable edición crítica de Cátedra.
El argumento, para quien lo ignore: un oficinista que carga sobre la espalda varios lustros de noviazgo con una prometida cada día más impaciente se presta, incitado por la mismísima prometida, a contraer nupcias con su anciana casera para heredar el piso cuando fallezca y poder formar una familia como Dios manda. No hay más que ver El verdugo para tener claro hasta qué extremos son capaces de llegar los personajes azconianos por adquirir una vivienda en propiedad.
En la recopilación de Chistes del repelente niño Vicente (1957) encontramos al Azcona humorista gráfico, de talento limitado pero funcional, muy capaz de sacarse partido dentro de sus carencias y creador, después de todo, de un personaje icónico también en lo estrictamente visual. Azcona se oponía con todo su entusiasmo a recuperar el libro para el público contemporáneo, pero teniendo en cuenta la costumbre que tienen los necrófagos literarios de exhibir las vergüenzas de los escritores publicando su correspondencia íntima, diríase que pedir que contradigan los deseos del autor en este caso no es excesivamente irrespetuoso.
La solapilla de la portada de Los ilusos (1958) hacía saber al lector que Azcona, por aquello de que estaba adquiriendo personalidad literaria, iba dejando de lado el comodín del chiste y el disparate. Es decir, que la cosa se iba poniendo seria. Para colmo de males, el libro es eminentemente autobiográfico. ¿Un Azcona autoindulgente? No hay motivos para el espanto: también Cuando el toro se llama Felipe partía, dicen, de cierta inspiración autobiográfica, y no por ello deja de ser (insisto: dicen) una comedia absurda. Los ilusos trata sobre una cierta bohemia madrileña, la de los aspirantes eternos que no podían permitirse poner el pie en Gijones o Chicotes: pícaros contradictorios, llevados al cálculo más cínico por la ilusión más ingenua. En la travesía emocional del protagonista de la novela, un Paco que perfectamente podría haberse llamado Rafael, está la razón de ser del título de escritor frustrado que se otorgaba Azcona. Y dijeran lo que dijeran sus editores, el libro salió irresistiblemente divertido.
Conste en acta: si algún día la reeditan, sería pecado mortal privarnos de las ilustraciones de Mingote.
(Continúa el próximo sábado)
Esto es escribir sobre Azcona.
¡Y sin que tiemble el pulso!
Realmente en la primera foto tiene cara de novelista frustrado.
Cuando voy por la calle, me fijo en la cara de la gente,
pero no he llegado a la agudez del sr, MACario,
que ya distingue si una persona es novelista
frustado o, fontanero frustrado,
Felicidades.
Y esto te lo digo MACario, por “la cara”
Esto es escribir sobre escribir sobre Azcona.
Y esto es escribir sobre escribir sobre escribir sobre Azcona.
Etcétera.
(P. D.: ¡Gracias!)
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